martes, 10 de abril de 2012

El Bar de Toto

Cruzando la Av. Del Valle, una de las tantas fronteras aristocráticas de Tandil, se encuentra el barrio de Villa Italia. Este pintoresco y centenario barrio, desde su punto más alto cuenta con una privilegiada vista de la ciudad. Es realmente fascinante caminar de noche por calles como o Vigil o Vicente López, mirando las luces de los postes en hilera, como si fueran un cordón de estrellas que bajan desde el cielo para perderse en la extraña bohemia del centro tandilense.

"La Villa" también cuenta con otros atractivos interesantes e históricos, como el Club Unión y Progreso, que reúne a la barriada con su milonga y sus peñas folclóricas, o el estadio del club Ferro Carril Sud, acérrimo rival del mentado Santamarina. Es común cruzarse por sus calles con miembros de la comunidad gitana que, presumo yo, provienen del clan Rom de Mar del Plata, y si tiene alma expeditiva le agradará perderse por los verdes márgenes de la vía semimuerta en alguna de las apacibles tardes del barrio.

Pero a mí lo que más me atrajo de Villa Italia fue el “Bar de Toto” que se encuentra sobre Quintana, la avenida principal.
¡Pare la moto! Ya sé lo que está pensando: Que uno es un atorrante, un bohemio, alguien sin mayores preocupaciones en la vida. ¿Y sabe qué? Puede que relativamente tenga razón. Pero no es de atorrante o bebedor que a uno se le da por escribir estas cosas. Ese bar es un poema de Julián Centeya, es la letra de alguna vieja milonga carroñera o de algún tango escrito en la cortada de Carabelas por Carlos de la Púa:

Hay dos ventanales enormes, sucios y enormes, que comunican visualmente a Villa Italia, con este inframundo legalmente denominado en la AFIP como: “Bar Toto”. Uno entra y el contraste con el exterior es impresionante. Afuera hay un sol radiante, un cielo totalmente limpio y azulado, el aire es puro. Adentro solo una luz ilumina la pequeña barra, y todas las mesas se encuentran cubiertas de cenizas.

Me arriesgo a decir que algunas de esas cenizas deben ser de cigarrillos fumados compulsivamente durante la final entre Argentina y Holanda en 1978. Pero así y todo, aunque los transeúntes pasan rápido y con miradas burlonas e inquisidoras, si uno se ha dado -como diría Roberto Arlt- unos bueños baños de calle y multitud, se encontrará comodo allí.

Si se le da por jugar al pool en este pequeño recinto, usted notará que si su golpe con el taco es fuerte, producto del choque entre este y la bola, del mugriento paño se levantara una pequeña polvareda que lo hará estornudar o tocer de acuerdo a la porción de tierra que le toque. También notará que las moscas son asiduas concurrentes de la casa, y el baño…

Gracias a Dios nunca pedí pasar al baño.

Las paredes están adornadas por antiguas publicidades de cigarrillos y bebidas varias, también de propagandas como la de geniol, con su torturado calvo. Y hay un cartel que reza:

“En este local no rige la prohibición para el fumador. Si a Ud. le molesta el humo del cigarrillo, lo soluciona fácilmente retirándose del lugar.

Firma:
La Gerencia”

Si bien ahora he dejado el cigarrillo, sigo aplaudiendo ese cartel desde la lejanía, que ha quedado grabado en mi memoria como si fuesen las estrofas del himno nacional, melodia de arrabal o la marcha peronista.  

¡Y la barra! ¿Qué le puedo decir de la barra? A la izquierda, en la pared, cuelgan algunas casacas del cuadro bostero, en el medio cuelga una guitarra criolla, seguramente destemplada, más abajo se encuentra una de esas antiguas heladeras de almacén con terminación en madera, al lado una heladera común y corriente, y sobre ella un televisor que siempre tiene puesto el mismo canal. ¿Ya adivinó cuál?
¡Si señor! ¡Crónica TV! Firme junto al pueblo y junto al afiche de Gardel en su versión gauchesca, ese afiche que tantos bares, pulperías y clubes adorna a lo largo y ancho de nuestro querido país. Y cuando uno ya cree haberlo visto todo se acuerda que el bar tiene dueño:

Toto, ¿quién sino? Toto es un hombre de unos 65 años, 70 quizás. Muy alto y ancho de espaldas, nariz de gancho, bigote y cabellos blancos. Con su eterna camiseta comanda el lugar, de vez en cuando pega algún grito bizarro como para distender el ambiente, un "aaaayyyy" o un "¡quiero más sopa!" suelen ser sus preferidos. Su mujer lo mira y se ríe de sus chambonadas.

Ella se comporta muy seria con los que no conoce, y al principio parece una de esas viejitas hurañas salida de alguna película de Tobe Hooper, donde la familia desquiciada esta agazapada en el fondo esperando que uno se descuide para asesinarlo brutalmente a machetazos y servirlo como plato principal en la cena.

A pesar de esa primera impresión le aseguro que la esposa de Toto es una señora muy macanuda y cordial.

¡Y ni hablar de los precios! ¡Un vaso de Fernet con coca cuesta siete pesos! ¡Cinco pesos uno de Gancia! Y si bien las bebidas que expiden no son exactamente de las marcas que llevan las botellas, usted por 13 pesos se va a tomar un vaso de fernet acompañado de una picada. ¿Dígame si no es el paraíso? ¿Qué me vienen con puerto madero, El Tortoni o Las Cuartetas?

En lo de Toto no va a encontrar distinguidos funcionarios o escritores, tampoco famosos deportistas o gente de la farándula. Allí señor, se va a dar el gusto de escuchar las mejores historias de camioneros, trabajadores de la papa o de la esquila, albañiles y paisanos que han cruzado el país de punta a punta dejando familia, hermanos e hijos, y como han podido se han aquerenciado en algún lugar, con un bolso lleno de penas, miserias y sabidurías perras. Allí no va a encontrar poetas, porque el Bar de Toto es una poesía misma, y esto lo terminará de comprobar al escuchar el chillido de la puerta seguido de unos golpecitos en el piso. Discretamente, va a darse vuelta y vera que ha llegado la hija de Toto, una cieguita que Carriego habrá imaginado, atemporalmente, o no. Porque en el Bar de Toto, todo luce como si el tiempo se hubiese estancado para siempre en la empecinada costumbre de contemplar la vida por sobre el vidrio empañado de un vaso lleno de ayeres, y un mundo lleno...

...de siempre.


Nicolás Cobelli